El mundo es un lugar demasiado peligroso para vivir. Un virus nos alejó unos meses de la escuela y dejé de ver a los abuelos. Mamá y papá siempre están a los gritos. Tengo hambre y me cansé de la polenta. No quiero decirles que tengo hambre así no me gritan. El fin de semana me aburro. En el recreo también me aburro. Estoy aburrido”. Estos monólogos —con pequeñas variaciones— resuenan en la mente de miles de escolares uruguayos. Y las consecuencias que estos pensamientos generan preocupa a las autoridades de Primaria.
En el primer semestre de este año, el Sistema Integral de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia (SIPIAV) atendió 5.944 situaciones de violencia contra niños. O, lo que es lo mismo, trabajó con un caso cada 44 minutos. O, lo que también es lo mismo, tuvo 50% más trabajo que el mismo período del año anterior que había sido récord. O, lo que sigue siendo lo mismo, la labor más que se duplicó respecto a la previa de la pandemia.
Eso sin contar que detrás de cada femicidio que aparece en la prensa hay, por lo general, niños que son víctimas colaterales. Según un estudio del Instituto Nacional de las Mujeres, en los dos años previos a la pandemia hubo 51 menores de edad que quedaron huérfanos de sus madres porque fueron asesinadas.
A su vez, otro informe del mismo instituto revela que “en los hogares donde las mujeres vivieron situaciones de violencia por parte de la pareja o expareja (sin llegar al asesinato) viven 228.000 menores”. Y la escuela es uno de los termómetros de esa violencia.
En la primera semana de setiembre, en el descanso tras el almuerzo, un niño de una escuela de Barros Blancos destornilló su sacapuntas, le quitó la cuchilla y con el filo se cortó el dorso de su mano. Lo hizo junto a seis compañeros mientas interactuaban con un juego que tenía como protagonista al monstro azul Huggy Wuggy. En la noche, sin pantallas ni juegos mediante, se lastimó otra vez con el vidrio de un vaso roto. Entonces, ¿era el juego?
“Prohibirle a un niño el acceso a un teléfono o a internet es tan grave como permitirle que haga con el celular lo que quiera y cuando quiera”, explica Matías Dodel, psicólogo y sociólogo especializado en uso de internet. “Desde hace años se repite, cada tanto, la misma noticia: un juego que se populariza entre adolescentes o niños enciende la alerta de la policía y las autoridades. Pero no hay evidencia fehaciente de que los daños sean consecuencia de un juego o de internet. Porque un niño que se siente escuchado, que tiene un adulto en quien confía para hablar de lo que le pasa o a qué juega, un niño con un buen desarrollo de habilidades socioemocionales, es poco probable que se haga daño por jugar”.
Unos meses antes de los cortes en las manos, el niño de Barros Blancos “estaba en la mala”. Su padre no entiende por qué el pequeño se quiere ir a vivir al Instituto del Niño (INAU) si “ahora no le falta nada”. Hace unos meses, dice, “lo tuve que ir a buscar a Cerro Norte, porque la mamá que vive allí no sabía qué hacer con él. Cuando llegué a rescatarlo, el pibe me pidió que me alejara porque estaba por llegar la presa. ¿Sabés lo que es la presa? Es la víctima a quien iba a robar”.
El niño está en sexto de escuela y hay veces en que no quiere volver a su hogar. Esa es una de las señales a la que los maestros le prestan más atención. ¿Por qué un escolar no quiere regresar a su casa? ¿Por qué un niño llega sin bañarse varios días seguidos? ¿Por qué falta tanto?
La subinspectora Técnica de Primaria, Ivonne Constantino, admite que estas situaciones “preocupantes” vienen “desde antes de la pandemia”. Incluso la creación del programa de Escuelas Disfrutables en 2008, que interviene en casos de riesgo, da cuenta de una necesidad bastante anterior al covid-19.
Pero a raíz de la emergencia sanitaria, “se vio, claramente, un aumento de las situaciones de desvinculación escolar y un incremento en la complejidad (no necesariamente la cantidad) de casos en los que ya se trabajaba”, explica el psicólogo Stefan Decuadro, coordinador adjunto del programa de Escuelas Disfrutables.
Así como el padre del niño de sexto de escuela sacó a su hijo del Cerro Norte y lo llevó a una escuela en Barros Blancos, cada vez es más frecuente que haya escolares que dejen de asistir a un centro educativo y que no aparecen cuando se los va a buscar a su último domicilio conocido. “Los desplazamientos, a veces porque los padres pierden el trabajo y van en busca de un empleo zafral, hace que sea todavía más difícil atender al niño porque, por un tiempo, el paradero es desconocido”, admite Decuadro.
En este sentido, la inspectora Constantino advierte que la atención de Primaria está muy focalizada en la emergencia (en apagar el incendio) y “casi no hay tiempo y recursos para abocarse en lo más relevante desde lo educativo que es la prevención”.
Por ejemplo: Escuelas Disfrutables actuó en 5.000 situaciones de vulnerabilidad de derechos de niños en lo que va del año, una cifra similar al mismo período del año pasado. De esas situaciones, según las estadísticas a las que accedió El Observador, hubo 100 episodios de conductas suicidas: por intentos o ideaciones de autoeliminación.
Los cortes del niño con nombre bíblico y sus compañeros de clase no necesariamente computan como un intento de suicidio. Pero “toda autoagresión es una situación de riesgo y no debe pasar desapercibida”, explica el coordinador adjunto de Escuelas Disfrutables. No lo dice por este caso puntual, sino en el genérico: “Las autolesiones son, por lo general, el resultado del sufrimiento que está padeciendo el niño y que lo manifiesta como un llamado de atención o como manera de palear el propio sufrimiento”.
Y en ese sentido, coinciden Dodel, Decuadro y Constantino: “hay que hablar con los niños y, sobre todo, escucharlos más”.
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