Detrás de la música, la exposición, los discos vendidos, las galerías de arte, la fama, las luces, las polémicas y los periodistas amontonados están ellos dos, desnudos y vulnerables, a solas con su intimidad. Es el año 1970 y de vez en cuando pasean por los parques y jardines de Tittenhurst Park, mansión a la que se mudaron definitivamente hace algunos meses. Esparcidos por el césped están todavía frescos los recuerdos de la última sesión de fotos de la banda que ya no es, pero a ese terreno ahora lo pisan los niños –los suyos y otros–, que tironean de la manga del padre y lo invitan a subirse a los botecitos o a correr. En los archivos en los que vemos estas escenas él se ve sereno; no habla mucho, sonríe embelesado con el entorno, mira al mundo a través de los cristales y la circunferencia metálica que los encierra. Sus gestos despreocupados le sacan importancia a la tormenta que acaba de pasar y aventuran un futuro que, al menos, parece ideal. Podemos suponer, siguiendo sus pasos descalzos en el pasto, que sabe qué es lo que viene: el período de reclusión creativa, la sesión de grabación histórica y un disco que cambiará todo. Y, sobre todo, la canción, el himno definitivo.
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