No se puede perder de vista la importancia de mirar a los ojos

Juan José García

Profesor y doctor en Filosofía

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Amistad

Porque ni desde la endogamia de grupos que se ignoran entre sí, ni desde individualidades que cultivan una personalidad autárquica, se puede generar un ámbito público en el que la solidaridad debería darse como una actitud espontánea -y no como actividades puntuales para subsanar las carencias de una sociedad ciega ante las necesidades ajenas-
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16 de noviembre de 2022 a las 05:02

“Dejas de estar solo cuando comprendes y te sientes comprendido”, dice Diego Garrocho en una columna del ABC.

Sin abordar la tentación identitaria a la que alude el autor, todavía un tanto lejana en estas latitudes a pesar de la existencia de ciertos colectivos, sentirse solo es bastante habitual. Simplemente ocurre. Quizá porque, como dice Ortega, la vida es radical soledad y drama. Por lo que cada uno anda con su drama a cuestas, con un agobio que se agudiza cuando no puede compartir con otro ese peso propio de la condición humana.

Tal vez esa incapacidad para gestionar la propia soledad satisfactoriamente sea el origen de dos posibles reacciones, que en su aparente oposición no ocultan una idéntica raíz: la necesidad de sentirse comprendidos, imprescindible para poder comprender a los demás.

Por un lado, algunos reaccionan con una especie de ostracismo: un cerrarse sobre sí mismos, facilitado por Internet donde se encuentra material más que suficiente como para crearse un mundo propio. Y esto sin que esas personas sean por naturaleza solitarias, sino que aspiran a una comunicación personal más profunda que la de comentar el resultado de los eventos deportivos.

Por otro lado, otros adoptan una actitud “de partido único”, endogámica, y se refugian en determinados grupos en los que está vedado pensar, ejercer ese pensamiento crítico propio de quien se sabe responsable de sus actos. Tienen un comportamiento similar al del fanático, incapaz de comprender las razones de los otros.

Y ambas posturas, opciones para vivir la propia vida que nadie puede vivir por uno, denotan ese peso de la propia identidad, con la consiguiente intransferible responsabilidad, que puede hacerse insoportable en la medida en que no se comparte con nadie. Entonces o se diluye la propia persona en el grupo, o se enquista en una individualidad ajena a los requerimientos de los otros que puede llegar hasta la cancelación de seres que deberían ser muy queridos.

En ambos casos, una situación preocupante. Porque ni desde la endogamia de grupos que se ignoran entre sí, ni desde individualidades que cultivan una personalidad autárquica, se puede generar un ámbito público en el que la solidaridad debería darse como una actitud espontánea -y no como actividades puntuales para subsanar las carencias de una sociedad ciega ante las necesidades ajenas-.

Quizá la hiperinflación de las redes sociales, de una información desmesurada que va a diario generando adictos -reiteradamente señalado por Byung-Chul Han-, contribuyan no poco a este desquiciamiento generalizado. Porque, -y se trata de una denuncia formulada desde diversos sectores- cada vez estamos más conectados, pero no más comunicados.

No se puede perder de vista la importancia de mirar a los ojos -para eso hay que tener un mínimo de tiempo disponible y levantar la vista de la pantalla del móvil-, y de escuchar, que exige hacer un silencio imprescindible para que el ruido de una ininterrumpida información chatarra no anule la voz de quien nos está hablando.

Entre las veinte lecciones que nos ofrece Timothy Snyder en su libro sobre la tiranía, hay una que titula “mira a los ojos y habla de cosas cotidianas”, que amplía diciendo: “No es solo una cuestión de cortesía. Forma parte del hecho de ser un ciudadano y un miembro responsable de la sociedad”. Para acabar señalando: “hacer nuevos amigos es el primer paso hacia el cambio”. Un cambio imprescindible para revertir esos totalitarios que de algún modo siempre amenazan por la desdichada capacidad que tenemos de convertir algo en sí mismo bueno en una totalidad que anula el resto.

Si pretendemos no sentirnos solos y acompañar a quienes nos rodean porque nos duele que tengan que cargar con el peso angustiante de su propia soledad, esa indicación, que el autor tipifica como una de las veinte enseñanzas que nos ha dejado el siglo XX, se presenta como una vía posible para ese cambio imprescindible, que se concreta con la amistad. Un logro al alcance de cada uno con solo reconocer la personal indigencia y la ajena, sin el que no es posible, según el viejo Aristóteles, llevar una vida plenamente humana.

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