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Hillary, la favorita

Entre el más de lo mismo de Clinton y la impredictibilidad de Trump
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23 de octubre de 2016 a las 05:00
Después del tercer y último debate entre Hillary Clinton y Donald Trump el miércoles a la noche en Las Vegas, la candidata demócrata parecería tener el camino bastante despejado para una victoria holgada el 8 de noviembre.

La solidez de su desempeño durante el encuentro, su seguridad y la disciplina con que se apegó a un libreto evidentemente ensayado –pero expresado con no menos soltura–, contrastó con un Trump que volvió a verse superado en los temas como en el primer debate, un tanto enmarañado en sus deseos de asestarle a su rival un buen golpe y, por momentos, hasta fuera de compostura.

El caso es que, a juzgar por sus números en las encuestas, esa en Las Vegas era tal vez la última oportunidad que tenía el magnate para emparejar las cosas, revertir las tendencias y llegar al día de la elección con buenas posibilidades.

En líneas generales, no tuvo una buena noche; y no apareció todo lo presidencial que necesitaba para captar esos votos independientes que definen la contienda. Y así, si antes del debate los sondeos ya lo daban abajo entre cuatro y ocho puntos, es de esperar que esa diferencia ahora hasta aumente un poco.

Trump lo tiene hoy muy cuesta arriba. No ha salido bien de las acusaciones en su contra por abuso sexual, ni de la divulgación del audio de una conversación privada que sostuvo con el periodista de espectáculos Billy Bush y en la que se expresaba en términos procaces hacia las mujeres.

No cabe duda que el hombre tiene serios problemas de incontinencia verbal, piel demasiado fina para la política y una gestualidad que genera rechazo entre votantes moderados.

También es cierto, sin embargo, que los medios han contribuido a ese descalabro del republicano con sus coberturas –algunas un tanto bizarras– y desde sus espacios editoriales, a veces torturando con algunas de sus frases para magnificar el impacto sobre la indignación de los votantes, otras veces de plano exagerando los hechos de un modo poco profesional.

Pero ahora, como ha pasado en otras ocasiones –y no han sido pocas–, no habrá nada que magnificar ni exagerar. Trump dijo claramente en ese último debate que todavía no sabía si iba a aceptar el resultado de la elección. Y al día siguiente volvió sobre el tema y afirmó que lo reconocerá solo si él gana, aunque luego matizó diciendo que aceptará un "resultado claro".

Esto se sumó a algunas acusaciones de fraude, un tanto más ambiguas, que había lanzado en los días previos. Eso en Estados Unidos es anatema. Una cosa es culpar a los medios y a los intereses particulares; pero poner en tela de juicio el sistema electoral es algo que no se le ocurriría a ningún candidato serio.

Las declaraciones del magnate en ese sentido inmediatamente empezaron a darle la vuelta a todos los medios, con ejércitos de panelistas, columnistas y otros bustos parlantes haciéndose un festín.

Todas estas salidas de tono de Trump son música para los oídos de Hillary Clinton, cuyos escándalos, como el de los e-mails, el de la Fundación Clinton y sus vínculos demasiado ostensibles con Wall Street, se ven un día sí y otro también eclipsados por los exabruptos del magnate y el revuelo que estos generan.

Sin perjuicio de ello, no lo daría por muerto. Trump tiene aún bajo la manga la carta del cambio. Y en un momento de crisis de las élites políticas en el mundo entero, se trata de una carta muy valiosa.

Podría haber un voto oculto que no estén registrando las encuestas, como sucedió en el Reino Unido con el referéndum sobre el brexit, o en Colombia con el plebiscito por los acuerdos de paz con la guerrilla de las FARC.

En ambos casos los votantes contradijeron a las encuestas; y en ambos casos se trató de un voto contra las élites. Podría Trump dar también la sorpresa.

Si ese es el caso, ningún temor parecería infundado. Un hombre con un temperamento tan impulsivo y volátil al frente de la primera potencia y con el maletín nuclear a mano, ciertamente no inspira sueños apacibles.

Hillary, en cambio, es predecible. Si bien sabemos que esa predictibilidad –y por su
cercanía con los halcones– implica más guerra en Medio Oriente, más de seguir alimentando el conflicto sirio, más de todo ese caos que parece no tener fin, más estrechos vínculos con Arabia Saudita y más demonización de Vladímir Putin y la guerra tibia con Moscú, no va a cometer ninguna locura. Si es que lo de Siria se puede calificar de otra manera.

Pero el caso es que no es de esperar de ella un conflicto a gran escala, una guerra mundial. Con Trump, no lo sabemos. A juzgar por lo que dice, todo parece indicar que haría las paces con
Putin.

Esto no es necesariamente malo, habida cuenta de lo que ese enfrentamiento de baja intensidad con Moscú le ha deparado al mundo.

Pero es Donald Trump; todo en él es impredecible.

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