Hace cinco años
Steve Jobs presentaba el iPad al mundo como “la tecnología más avanzada de Apple en un producto mágico y revolucionario a un precio increíble”.
La tableta no era una idea nueva. Ni siquiera para Apple que, en 1993, había creado el
Newton MessagePad, un dispositivo portátil que pesaba casi un kilo y funcionaba con un lápiz óptico. La empresa había tenido tiempo para entender qué no le había funcionado a la competencia. El nuevo modelo incluía un sistema operativo más ligero y más poderoso que los anteriores y un cuerpo delgado y una batería duradera para que fuese un buen compañero de viaje.
Al principio, Apple vendió el iPad como un dispositivo diseñado para el ocio; un aparato que salvaba a su dueño de estar con la columna doblada frente a un escritorio. Esa promesa dio resultados: en dos años, Apple vendió 58 millones de unidades.
Y luego ocurrió algo curioso. El iPad se transformó en una decepción si nos ceñimos solo a los números. Mientras que las
ventas de iPhone parecen no tener techo –se colocó uno cada 10 segundos en el último trimestre de 2014, según reportes de la empresa–, las del iPad no detienen su caída desde fines de 2013.
El problema no es que la gente no quiera una tableta. Más de 1.000 millones de personas en todo el mundo usarán una en 2015, según la consultora eMarketer. El mercado no está ni cerca de estar saturado. El problema es que con los smartphones y las laptops se puede hacer todo lo que se hace con un iPad (u otra marca). Sin contar que un iPhone 6 plus es lo suficientemente grande como para apoyarlo en el regazo y las MacBook Air son cada vez más ligeras. Además, una tableta tiene menor rotación que un celular.
¿La solución? Los rumores apuntan a
un iPad de 12 pulgadas (contra 9,7 pulgadas del iPad Air 2). Lo único cierto, por ahora, es que Apple puede presumir que con el iPad inició la reinvención de toda una categoría de la computación.